Es curioso en las cosas que te pones a pensar cuando limpias la casa. Debe ser por que se necesita poca labor intelectual para limpiar. Como no sea si mover o no, un bibelot dos centímetros más a la derecha o a la izquierda.
El otro día, mientras limpiaba, me acordé de algo cuyos detalles (sólo los detalles) creía tener casi olvidados. Me hizo gracia recordarlo.
Yo tendría como 17 años. Los domingos por la mañana íbamos al Rastro de Madrid.
La estatua de Cascorro en el Rastro
Quedaba con algunos amigos y dábamos una vuelta por la zona de la ropa de segunda mano. Sin saberlo, tenía una especial predilección por la ropa vintage. Yo era tan moderno que no me vestía en El Corte Inglés. Y ZARA no existía. No digamos H&M.
Una concurrida calle del Rastro madrileño
Rebuscábamos en los puestos de ropa usada a la espera de encontrar alguna joya. Un día era una camisa blanca antigua de esas con el pecho duro, de frack, que me pondría con unos vaqueros Levi's 501 viejos y rotos. O unas gafas de sol de montura transparente azul eléctrico y de forma muy vanguardista. Otro día unos zapatos negros con puntera afiladisima. O unos pantalones grises pitillo de pinzas de los cincuenta, corbatas estrechas, una chaqueta de smoking (tuxedo) o una colcha de brocado de algodón de seda.
También camisas de algodón de cuadros de los 50, de esas con muchísima caída. Nunca sabía lo que encontraría.
Otro día, me compré un broche preciosísimo de un murciélago de plata montado sobre un fondo que era como una vidriera. A mí me gustaba pensar que había pertenecído a Carmilla, de Le Fanu.

Carmilla, intentando hacer de las suyas.
Lo perdí en una noche de locura, baile y alcohol en la disco.
Juré en arameo. No me olvido de él.
Al terminar las compras, todos los amigos nos reuníamos en LA BOBIA. Era un café-bar muy antiguo que formó parte indiscutible de lo que fue "La movida madrileña". Durante toda la semana, unos pocos pensionistas eran el público habitual. El enorme local permanecía prácticamente vacío. La inmensa mayoría de sus mesas de mármol, libres. Los domingos al mediodía, era otra cosa.
LA BOBIA se atestaba de tal manera de gente, que no era fácil encontrar mesa libre ni circular entre las sillas. Todos éramos jóvenes. Jóvenes y modernos a más no poder. Había artistas, actores, músicos, diseñadores, punks... un crisol de inquietas tendencias y estilos, pero todos jóvenes y modernos.

Foto de Alberto García Alíx, del exterior de La Bobia
Podías ver a Alaska, Almodóvar, Fanny (ahora Fabio) McNamara...
Eran los tiempos de Ouka Leele.

De las Costus.

De la sala Rockola. Recuerdo el concierto de Almodóvar y McNamara. Según un amigo, el peor del año, pero el más divertido. Almodóvar arrojaba polvorones al público y este se los devolvía desmigados. Una lluvia de polvorones caía en el escenario y Almodóvar gritaba: "¡Pero si son de Estepaaaa...!".
![[pedro_almodovar_mcnamara2.jpg]](http://1.bp.blogspot.com/_BtRYYa2A_rs/RsGfROVJIsI/AAAAAAAAAG8/UKFMU_ONRW0/s400/pedro_almodovar_mcnamara2.jpg)
¡Que aspecto tan lamentable!
A la derecha, abochornado, Bernardo Bonezzi
El propio Pedro Almodóvar para el primer y único Lp de “Almodóvar & McNamara”, decía:
"Con el disco esperamos llegar a los más bajos fondos de las listas de éxitos, porque nosotros estamos de acuerdo con nuestros enemigos en que merecemos lo peor."
Recuerdo que otro amigo, ante mi escándalo, le tocó el culo a May y esta se volvió diciendo: "¿¡Pero que hace este hombre!?" Como si fuera una señora burguesa del barrio de Salamanca.

May fotografíada por Pablo Pérez Mínguez
Yo era muy joven. De los más jóvenes. Y llegaba a La Bobia, decía, esperando encontrarme allí con amigos ya sentados en una mesa. Mostrábamos nuestras compras, charlábamos y observábamos a los demás. Todos éramos observados.
Después de unas cuantas cervezas y tal vez un pincho de ensaladilla rusa, cuando el local empezaba a acumular mesas libres, nos retirábamos. Cada uno a su casa o algunos nos íbamos a comer juntos.
Un domingo, dos amigos, una amiga y yo, nos fuimos a comer a un restaurante chino del barrio de La Latina.
Era un sitio pequeño, con pocas mesas. Cuando estabamos mirando la carta, alguien vió que había un chico sólo y de pie, esperando una mesa. Le ofrecimos sentarse con nosotros y lo hizo muy agradecido. Se sentó a mi lado. Nos contó que era actor (no era conocido) y tendría, al menos diez años más que yo. Charlamos todos juntos haciendo que se sintiera cómodo.
En un momento dado, se levantó al baño. Al dejar la mesa, mi amiga empezó a decir con sorna: "El Firi ha ligado... El Firi ha ligado..." (Me llamaban Firi por una larga historia relacionada con que nunca he sabido silbar) Yo, detuve bruscamente el tenedor cargado de tallarines con gambas camino de la boca: ¿¡Que dices?! Miro a mis otros amigos y les veo asintiendo a la vez y con una sonrisa sibilina, de oreja a oreja.
Yo era muy inocente. Siempre era el último en enterarme de estas cosas.
Al volver a la mesa el susodicho, yo le observé con atención y empecé a darme cuenta de que ellos debían de tener razón. Por si tenía alguna duda...
Él: "Que manos tan bonitas tienes. ¿Te importa?" (Cogiéndome mi mano libre con la suya) "¿Tocas algún instrumento?".
Yo: "Sí. La flauta" (mentira podrida). Y me metí otra porción de tallarines en la boca.
Juro que no sé por que dije eso, pero por las carcajadas de mis amigos que llenaron el restaurante, debí decir algo gordo.
Al salir a la calle, me pidió mi teléfono. Se lo dí. nos despedimos y se fue. Mis amigos me preguntaron si pensaba quedar con él.
Yo: (Sorprendido) "¡Claro que no!".
Mi amiga: "Le habrás dado el número mal. ¿Verdad?"
Yo: "No. Y además se lo he repetido dos veces, por si se había equivocado". Más carcajadas.
Juro y prometo, que yo no era idiota.
Era muy inocente. No se me pasaba por la cabeza que podía equivocarme en un número y así evitarme pasar el trance de tener que recibir sus llamadas. Era moderno, pero muy inocente.
A los dos días me llamó. Y dos días después, también. Y así durante dos o tres semanas. Siempre me decía que si nos veíamos. Y yo siempre le decía que no podía. Un día le daba una excusa y otro día otra. Mis amigos decían que le hablara claro. A mí, me daba pena. ¡Pobre! Me sentía incapaz.
Como no quedaba con él, me llamaba para charlar. Nuestras conversaciones eran bastante absurdas.
ÉL: ¿Que haces?
Yo: Cenar.
Él: ¿Que estás cenando?
Yo: Una ensalada.
Él: ¿Ensalada de qué?
Yo: De escarola, tomate, ajo...
Él: ¿Y que has hecho hoy?
Yo: Dibujar, leer, ver una película...
Así eran todas las conversaciones. Yo no entendía por qué seguía llamando. No quedaba con él y además, yo parecía tarado.
Como era muy inocente no llegué a pensar que tal vez, la mano que no sostenía el teléfono, también estaba ocupada. ¡Algún beneficio tenía que sacar! Si no, no lo entiendo. La verdad, ahora que lo pienso, hablaba raro.
Cuando dejó de llamar, sentí alivio y a la vez, me sentí mal. Lógicamente, se debió de hartar del niñato ese del restaurante chino. Estoy seguro de que debería haber sido más claro desde el principio. No haberle hecho perder el tiempo. O puede que no lo perdiera tanto.
¡Que tiempos!
No me he olvidado de él, por que mi hermano Oliver no me deja. Cada vez que yo o alguien, menciona que yo era guapo de jovencito, él siempre dice: "¡Amos...! ¡Que se lo digan a... (su nombre)!"
El muy cabrón.