A pesar de que el siglo XV, no es mi época favorita en el arte (muchos ya sabréis que lo mío es el XVIII y el XIX, que es cuando debí de vivir mis anteriores vidas...), van der Weyden y en concreto esta pintura representando el descendimiento de la cruz, de Jesús, me fascina desde hace años. Fue pintado hacia 1435 y las dimensiones de la obra son de 220 cm x 262 cm. Se encuentra en Madrid, en el museo del Prado.
Me parece que es uno de esos cuadros, a los que puedes dedicar mucho tiempo a observarlo, en numerosas ocasiones, y aún descubres nuevos detalles. Cada vez que lo miras, ves cosas nuevas. Y está repleto de detalles.
Es fascinante lo preciosamente dibujado que está. Y después, pintado. Resulta increíble la luz, la palidez de Cristo e incluso la más pálida aún, cara de María. Y esas telas de las vestimentas, del siglo XV y no de la época de la escena, llenas de maravillosos pliegues y en vibrantes colores.
Resulta increíblemente bonito, el efecto dramático de todos esos personajes, con ese precioso fondo dorado y el suelo de hierba, con esas delicadas pequeñas plantas, que parecen colocadas sobre una bonita moqueta verde.
La obra de van der Weyden tiene otras muchas muestras de belleza, como estos dos cuadros de retratos de Maria Magdalena y una noble dama.
Copio aquí, de la web del museo del Prado, el texto de la descripción de este descendimiento, mucho más interesante de lo que yo he escrito aquí.
El gran maestro de Tournai centra la composición en la Compassio Mariae, la pasión que experimenta la Virgen ante el sufrimiento y la muerte de su Hijo. Para traducirla en imágenes, el pintor escoge el momento en que José de Arimatea, Nicodemo y un ayudante sostienen en el aire el cuerpo de Jesús y María cae desmayada en el suelo sostenida por San Juan y una de las santas mujeres.
La riqueza de sus materiales -el azul del manto de María es uno de los lapislázulis más puros empleados en la pintura flamenca de la época- y sus grandes dimensiones, con las figuras casi a escala natural, evidencian ya lo excepcional de la obra. El espacio poco profundo, de madera dorada, en que Weyden representa a sus figuras y las tracerías pintadas de los extremos superiores -imitando también la madera dorada-, al igual que el remate rectangular del centro, las hacen semejar esculturas policromadas. Además, el engaño óptico se refuerza aún más por el fuerte sentido plástico que Weyden imprime a sus figuras, siguiendo el ejemplo de su maestro Robert Campin, como hace en todas sus obras tempranas.
Weyden maneja con maestría las figuras representadas en un espacio limitado al fondo y en los extremos, donde los movimientos opuestos y complementarios de San Juan y la Magdalena cierran la composición. En el interior de ese espacio sobresale el juego de diagonales paralelas que diseñan los cuerpos de Cristo y de María, poniendo de manifiesto su doble pasión. Impactan los gestos, la contención con que se expresan los sentimientos y el juego de curvas y contra curvas que une a los personajes.
Es encargada por la Cofradía de los Ballesteros de Lovaina hoy en Bélgica para su capilla en la Iglesia de Nuestra Señora de Extramuros. En las esquinas superiores están representadas pequeñas ballestas. Adquirida por María de Hungría en el siglo XVI, pasa después a manos de su sobrino Felipe II. Éste la coloca en la capilla del Palacio de El Pardo hasta su entrega a El Escorial en 1574. Desde ese año estuvo allí hasta 1936 en que se trae al Museo Nacional del Prado, enviándose como contrapartida la copia de Michel Coxie.
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