Julio Romero de Torres, a la derecha, con el poeta Camín y el galgo Pacheco
Como amante de los perros y de los galgos en especial, la historia de la relación de Romero de Torres y su galgo Pacheco, me emocionó y me encantó, por obvias razones. Fue mi amiga Sylvia y recientemente mi otra amiga Elvira, quienes me pusieron en conocimiento de este precioso compañero del célebre pintor.
Julio Romero de Torres pinta entre 1904 y 1905 los murales de la Iglesia Parroquial de Porcuna. Comienza una amistad con diversos personajes de la ciudad que durará toda la vida.
A través del coto El Lebrel, comienza una amistad que dará como resultado una continua estancia de Julio con sus amigos de Porcuna.
Literariamente me conmueve el regalo que le hacen a Julio, en una de sus visitas. Le regalan a Pacheco, un galgo negro, que pintará en numerosos cuadros. Lo recibe, dentro de una canasta alargada, una sorpresa: la mancha negra de un cuerpo huesudo y negro muy negro sobre un paño de algodón, al fondo de la cesta, temblando; una mirada brillante. Los ojos de Julio y los del animal, unidos, en comunión perfecta al instante. Las manos libres y ligeras sacando al cachorro de la cesta, negro, sin mácula.
Y las almas, las dos, en ese mismo momento, se unen en el cielo de su destino y Julio se lleva prendido de sus brazos a aquel cachorro de galgo y lo pasea por la Carrera de Jesús y la mole endiablada de la torre de Boabdil, «mira perrito qué alta es, un día subimos y te enseño Córdoba desde allí.»
Y enristra la calle Carrera y al pasar por el arco de la plaza con el animal un estremecimiento incendia sus vísceras, y la Parroquia, con su masa mastodóntica de piedra cruda, su campanario alto y hueco mostrando a María Benita, la campana, el chapitel como el bulbo de una cebolla, se le clavan en el corazón cuando pasa, dirección a la casa de Julián para dormir, …pasa cerca muy cerca de los muros de uno de los ábsides laterales, dentro del cual su pintura de la Sagrada Familia espera ser tapada, los ojos de la Virgen, su cuerpo serpenteante elevado en un clímax místico, junto al Niño y lejos de San José, a la izquierda del espectador.
…La mirada resumida de todos los desconsolados siglos venidos y venideros en el fondo de las pupilas de Pacheco, seguro, en el regazo de los brazos de Julio, mientras relame su hocico y abre la menuda dentadura de dientes afilados de leche.
Este galgo velazqueño, de prestancia triste y señora, especie de prolongación de la figura de su amo, el genial pintor cordobés Julio Romero de Torres, había nacido en Porcuna (Jaén) en fecha cercana al año de 1921.
Aun no perteneciendo al todopoderoso género humano, su condición de leal y fiel compañero del artista y su plasticidad inmortalizada en algunos de los más bellos cuadros del pintor, son avales suficientes como para reservarle su sitio dentro de la historia local.
El animal es usado en su pintura para acompañar a los seres, como elemento simbólico. No en vano el perro fue utilizado por Velázquez como contenedor de personalidad, de ideas propias. Son numerosos los cuadros en los que, frente a la mirada ida del monarca de turno, el perro parece representar a la verdadera racionalidad y humanidad. Los perros de Velázquez reclaman un ensayo. También Pacheco, el galgo inmortal de Porcuna, necesita un estudio más detenido como elemento clave en la iconografía de Julio Romero.
En 1924 Julio Romero pintaba en Madrid su cuadro Cante Jondo, composición en la que se abrazan el amor y la muerte.
En 1924 Julio Romero pintaba en Madrid su cuadro Cante Jondo, composición en la que se abrazan el amor y la muerte.
Cante Jondo
Pacheco, ese perro largo, delgado y negro azabache, ocupa un lugar principal en la parte superior del lienzo, lanzando un lúgubre y supersticioso aullido de misterio, junto a una mujer desnuda, erguida e impasible, que simboliza la fuerza inexorable y ciega de la fatalidad.
También datado en ese mismo año, es el lienzo Diana Cazadora, donde Pacheco comparte protagonismo con la actriz Marichu Begoña (Mimi). Tema rescatado de la mitología clásica, en el que la figura femenina descalza y semidesnuda sujeta al galgo, con un tenebroso fondo teatral en el que aparecen unos lebreros que completan la escenografía.
Diana Cazadora
Aquel galgo negro, traído desde Porcuna, una vez en Madrid, sería bautizado con el nombre de Pacheco, en memoria de aquel bandido valiente y leal, asesinado en Córdoba durante La Gloriosa, cuyo retrato amarillento, por la huella melancólica de los años, y su trabuco conservaba el pintor en su abigarrado estudio madrileño.
Se dice que Pacheco gustaba de dormir la siesta repanchingado en un diván o junto a un brasero de picón mientras el pintor transformaba su arte en forma de cuadros.
La datación de su probable fecha de nacimiento responde a un elemental criterio fundamentado en la esperanza de vida de esta raza canina, que oscila entre los 12 y 14 años. Habida cuenta de que Pacheco dejo de existir en la primavera del año 1933, es por lo que sitúo su nacimiento en torno al año 1921.
Pacheco, en el suelo junto al pintor. En pie, Valle-Inclán,
y la actriz María Banquer, (Madrid en 1926).
Pacheco desde entonces estará unido entrañablemente a la vida y al ambiente del pintor. Su presencia no pasará desapercibida para cuantos tuvieron la posibilidad de acercarse hasta su estudio y reparar en su mirada inteligente y triste. Este galgo fino, silencioso y señorial acostumbraba a dormir la siesta, repantigado en un diván o junto a un brasero dorado, mientras el maestro se entregaba a su arte. Pacheco, hierático y majestuoso contemplaba silenciosamente el basto desfile de periodistas, actrices, toreros y modelos de los que el pintor solía rodearse. Pacheco, era en la vida y decoración del estudio uno de los motivos principales. Sus ojos se alzaban reconocidamente a su amo al sentir sobre el lomo la caricia de la mano inconfundible.
También fuera del estudio, Pacheco terminaría haciéndose popular en Madrid como su inseparable compañero: “Los dos iban juntos por entre la noche de Madrid a la caza de silencios maduros, de estrellas finas y de lunas nuevas”.
“Un día entrevistamos a Romero de Torres en su estudio madrileño. Y en ninguno de los movimientos, ni de las palabras, faltó la curva de gracia del fino galgo de seda. A nuestras preguntas, paseaba él la admiración de sus ojos -ternura y gravedad- por nuestros semblantes. Aquellos ojos de Pacheco, fraternos y limpios, como dos avellanas doradas sobre la proa de su hocico, buen azuzador de auroras y adorno de aquella frente de heráldica pensativa. Pacheco era una larga ese mayúscula. Una ese de salves y de “salud, hermano”.Por su figura correcta y preocupación armoniosa, podría llevar dentro de si, sin temor a desdoro, el alma de otro pintor con gran semejanza con el galgo de Romero de Torres. Ese pintor era Van-Dick que, acaso, como Pacheco, llevaba en la jaula del pecho, todo en neblinas, prisionera, una alondra que se ahogaba de sol. Pacheco y Van-Dick hubieran sido también buenos amigos. Porque pacheco tenía un alma profunda como una noche fresca y silenciosa. Odiaba la pandereta y no gustaba de las guitarras si al sonar no lloraban de veras. Sacudía las orejas en señal de protesta si escuchaba un cuplé en los tablaos y oía con religioso silencio todas las coplas flamencas, con una gran comprensión humana que no se ha visto jamás entre las gentes del colmado. Tenia, en esencia, el mismo gusto estilizado y andaluz de su amo”. Alfonso Camín.
"Cuando murió Romero de Torres no hubo manera de alejar a Pacheco de la capilla ardiente... Y Pacheco, allí inmóvil, más hierático que nunca, abrumado por la tristeza, cerca de aquel cuerpo que ya no se inclinaba sobre él con un propósito de caricia. En tres días no quiso comer "Pacheco", ni quiso marcharse de aquella estancia.
Un día estaba en el estudio, con otras personas, el gran recitador JOSE GONZÁLEZ MARÍN. Sabía unos versos dedicados al pintor en la hora de su muerte, --en la que también estuvo como amigo íntimo que fue del pintor--. Alguien propuso que los recitara. La gente hizo corro en torno al actor y éste se dispuso a comenzar.
Cerca, sobre un diván, como casi siempre, estaba "Pacheco", indiferente, deprimido. Al ver que la gente se arracimaba al rededor de JOSÉ GONZÁLEZ MARÍN, el perro abandonó su sitio, se abrió paso antre los oyentes y se colocó en primer término ante el actor. Así estuvo quieto, atento, hasta que recitador acabó la poesía en recuerdo de Romero de Torres. Entonces, el perro volvió al diván y se tendió otra vez en su misma actitud kindiferente y apesadumbrada de antes...
Cuando el hijo del pintor vino a Madrid para levantar el estudio y trasladar muebles y cuadros a Córdoba, trajo consigo a "Pacheco". Eran los últimos días del estudio que había sido marco tantas horas de labor, de alegría y de entusiasmo. Desfilaba mucha gente para ver por última vez la estancia, que era como un relicario de sonrisas flamencas. Y "Pacheco" estaba allí, como tantas otras veces, pero ahora en una actitud y con un espíritu nuevos, dominado por la tristeza de no ver al amigo de toda la vida.
Cuando el hijo del pintor vino a Madrid para levantar el estudio y trasladar muebles y cuadros a Córdoba, trajo consigo a "Pacheco". Eran los últimos días del estudio que había sido marco tantas horas de labor, de alegría y de entusiasmo. Desfilaba mucha gente para ver por última vez la estancia, que era como un relicario de sonrisas flamencas. Y "Pacheco" estaba allí, como tantas otras veces, pero ahora en una actitud y con un espíritu nuevos, dominado por la tristeza de no ver al amigo de toda la vida.
Fueron exactamente tres los años que Pacheco sobrevivió a la muerte de su amo. Cuando fallece Julio, Pacheco y la fiel Mariquilla, que durante muchos años asistió al pintor en Madrid, dos figuras que se habían hecho populares junto al pintor, emigraran a Córdoba, para acogerse al amparo de la familia de Romero de Torres, en la casa de la Plaza el Potro. Allí, entre los aromas perfumados del patio del Museo, iría poco a poco apagándose su vida, hasta que murió de viejo.
El monumento escultórico, proyecto encargado al escultor almeriense Juan Cristóbal, íntimo amigo del pintor fallecido, no se materializaría definitivamente hasta la tardía fecha de 1940 en que fuera inaugurado, enclavado en la parte sur de los Jardines de Agricultura. Lo representa de pie, con su capa y con su galgo PACHECO, por que el galgo ocupa un lugar principal en la escultura junto a su dueño.
Recordar que en la suscripción popular de entonces numerosos amigos de Porcuna aportaron dinero para la construcción del Monumento. Cuando paso andando o en coche por Córdoba un temblor me llena el alma cuando veo a Pacheco en bronce a los pies de Julio.
Recordar que en la suscripción popular de entonces numerosos amigos de Porcuna aportaron dinero para la construcción del Monumento. Cuando paso andando o en coche por Córdoba un temblor me llena el alma cuando veo a Pacheco en bronce a los pies de Julio.
En el año 2003, en el marco de la magna exposición en honor del pintor cordobés Julio Romero de Torres, “el galgo Pacheco”, su fiel e inseparable compañero, volvería a ser inmortalizado por un artista plástico en una colosal estructura metálica. Saltó a las páginas de prensa el caprichoso e irracional atentado nocturno que sufrió. Parte de daños: cuartos traseros, rabo, los genitales partidos en varios puntos y alguna pintura levantada.
Textos extraídos de:
http://decastroero.blogspot.com.es/2011/03/un-hijo-ilustre-de-porcuna-el-galgo.html
Gracias a Sylvia y Elvira.
Gracias a Sylvia y Elvira.